Somos seres que requerimos relacionarnos, todos nos necesitamos, dependemos uno del otro. En Cristo
encontramos una excelente fuente de enriquecimiento comunal, una manera de vida que lleva a un cuerpo, el cuerpo de la humanidad. En la unidad veremos una verdad que nos conduce a entender claramente la misión de Dios. La relación de uno a otro viene hacer como la de hermanos, todos somos una familia y nuestra labor es proteger esa común unión; la comunión que nos hace hijos de un solo Señor. Una de las maneras como podemos contribuir para cuidar y nutrir nuestra relación comunal es desarrollando y poniendo en práctica nuestros dones para que se conviertan en vocación y misión.
encontramos una excelente fuente de enriquecimiento comunal, una manera de vida que lleva a un cuerpo, el cuerpo de la humanidad. En la unidad veremos una verdad que nos conduce a entender claramente la misión de Dios. La relación de uno a otro viene hacer como la de hermanos, todos somos una familia y nuestra labor es proteger esa común unión; la comunión que nos hace hijos de un solo Señor. Una de las maneras como podemos contribuir para cuidar y nutrir nuestra relación comunal es desarrollando y poniendo en práctica nuestros dones para que se conviertan en vocación y misión.
El don madura en la vocación; es dándose a sí mismo al servicio, entregando un poco de uno, sin egoísmo y sin interés, para ayudar al mundo a crecer. La vocación es volcarnos al misterio de Dios que nace del amor. Para llegar a la vocación se tiene que experimentar la conversión, el anhelo de llegar a imitar a Jesús. La vocación conlleva a un proceso que se desarrolla durante toda una vida, va madurando permanentemente, y nos envuelve para descubrir quiénes somos, cómo somos, y hacia dónde vamos. Las respuestas a estas pautas señalan el camino a seguir para desarrollar la vocación que debe convertirse en misión. Al tener una misión cristiana debemos sentirnos enviados por Cristo a trabajar en el mundo para la gloria de Dios y para el bien espiritual o material de todos.
La vocación es la respuesta al llamado que el humano recibe a la solidaridad. Juan Pablo Segundo dijo "La solidaridad no es un sentimiento superficial, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, el bien de todos y de cada uno para que todos seamos realmente responsables de todos." Muchos seguían a Jesús de forma interesada: porque hacía milagros, porque pensaban que les iba a ofrecer poder u otros beneficios, pero Jesús nos enseña que es imperativo dejarse seducir por su palabra y su fuego, que hay que apasionarse con sus planes y su estilo de vida. Hay que estar dispuesto a dejar mucho para experimentar una conversión personal.
Jesús pide una conversión para acercarnos a Dios. Es una cercanía no sólo temporal, sino, sobre todo, cercanía personal: el Reino de Dios está dentro de nosotros. Es la proximidad al Reino lo que anima a la conversión. Cuando menos lo esperamos allí aparece Jesús, luz que ilumina la oscuridad y que elimina las tinieblas, para mostrarnos el verdadero camino a seguir. El menos creyente, de repente, se convierte en fervoroso discípulo. Jesús brinda el perdón y, sobre todo, la rehabilitación de la persona para guiarla a Dios. Jesús acompaña al siervo con signos liberadores: cura las enfermedades y dolencias del pueblo, los alienta y guía hacia una vida mejor.
Son muchos los que padecen enfermedades del cuerpo y del espíritu, muchos que están prisioneros de sus esclavitudes personales, muchos los que se sienten abandonados. Muchísimos hombres y mujeres necesitan hoy ser rescatados por las redes restauradoras de Cristo; mas sin embargo, una gran mayoría no le abren las puestas del corazón y tapan sus oídos ante su voz.
Dios no llama solamente una vez en la vida, su llamado se mantiene constante a lo largo de nuestra vida, y golpea persistentemente nuestra puerta para ver si estamos dispuestos a aceptar su invitación. Y mientras existamos, Jesús intenta miles de maneras para atraernos, para que reconozcamos su gran amor. Cuando le volteamos la espalda, nos hace ver lo triste que es nuestra vida sin Él. Y al vernos arrepentidos nos perdona, nos limpia las faltas y nos anima a volver otra vez junto a Él, a comenzar de nuevo como si nada hubiera ocurrido.
Dios no llama solamente una vez en la vida, su llamado se mantiene constante a lo largo de nuestra vida, y golpea persistentemente nuestra puerta para ver si estamos dispuestos a aceptar su invitación. Y mientras existamos, Jesús intenta miles de maneras para atraernos, para que reconozcamos su gran amor. Cuando le volteamos la espalda, nos hace ver lo triste que es nuestra vida sin Él. Y al vernos arrepentidos nos perdona, nos limpia las faltas y nos anima a volver otra vez junto a Él, a comenzar de nuevo como si nada hubiera ocurrido.
Empezamos a desarrollar nuestra vocación cuando le decimos si a Jesús, cuando le brindamos nuestro corazón. Pedro, Andrés, Santiago y Juan aceptaron el llamado cuando escucharon: “Seguidme”, y desde allí sus vocaciones fueron la de pescadores de hombres. El aceptar el llamado de Jesús no es tanto un seguimiento riguroso y detallado de un código de normas y leyes. El aceptar la voluntad de Dios va mucho más allá de una lista de deberes y prevenciones, el seguimiento y el servicio a la vocación debe nacer del corazón, del amor de un hijo y no del temor de un extraño.
Nuestro servicio no tiene que ser meramente religioso. Hay vocaciones de tipo social, político, educativo o económico. No importa el ambiente en el que estés, siempre habrá una oportunidad de practicar tu vocación. Aunque algunos son llamados a desempeñar un papel especial en la comunidad eclesial como sacerdotes, diáconos o religiosos; todos somos llamados, por medio de nuestro bautizo, a desempeñar un servicio, una misión. Jesús quizás nos mira embotellados en nuestras tareas cotidianas, ensimismados en nuestro trabajo. Él nos mira como quizás miró a Pedro y Andrés y nos pide que le sigamos, porque quiere que descubramos en nosotros nuestra vocación.